sábado, 29 de abril de 2017

Victor Laszlo leyendo Mujercitas


Victor Laszlo leyendo Mujercitas


Duermes, querida Ilsa.
Ya, casi, somos viejos.
Duermes y te has dejado, junto al velador
—cuya luz resalta
las ondas, aún brillantes, de tu pelo—
ese libro pequeño,
—de tapas amarillas
y páginas marrones
(fuera de la pantalla, en nuestra vida
 se distinguen
los colores)—,
ese libro pequeño
que lees tantas veces:
Mujercitas.

Desde allí una chica de vestido naranja.
me sonríe
mientras un muchachito la persigue.
¿Por qué sonríe ella? ¿Por qué él la persigue?
Me esfuerzo en recordarlo:
tantas veces lo has leído…
tantas veces me lo habrás contado…
pero no lo recuerdo.

Me he desvelado
—mientras los años pasaban bajo el puente—,
me he desvelado,
tratando de mirarte. Pero
te escondes en el sueño;
así como te escondes, no sé dónde
—cada vez más, según pasan los años—,
cada vez que enciendo un cigarro,
cada vez que, sosteniéndote el sombrero,
ves pasar un avión…

En el desvelo ya me va cazando, desde la mesa de luz
la sonrisa de papel de la muchacha.
Hace mucho que no decido nada con tanta fuerza: abriré el libro.

Peino las páginas
con la yema de mis dedos:
el polvo vuela hasta mis ojos. Los entrecierro.
Acaricio las letras. Entra un poco de frío:
tú te das vuelta entre las sábanas.

Entre las páginas, en  el ático de las muchachas,
también corre frío,
mientras Jo construye castillos de tinta
para sus hermanas.

La madrugada me alcanza
enamorado de Joe,
con la tristeza de que ese beso bajo el paraguas
no conformó
 a ningún lector
(y tampoco a ella).
Bajo el paraguas
Bhaer tiene mi rostro.

Yo sé que Laurie Laurence,
muchas veces
entre tus párpados, que se abren soñadores,
toma un whisky, y enciende un cigarro con un gesto
demasiado suyo para que no me duela.